Una década desde la publicación del libro 'De memoria', de Manuel íngel Gómez
DE MEMORIA, DIEZ Aí‘OS DESPUí‰S
Manuel íngel Gómez
A diez años justos de distancia, intentaré escribir sobre aquello que representó para mí la gestación y posterior publicación de libro De memoria, hasta ahora mi único libro, a pesar de esa relajación obvia en los detalles que terminan acabando en la papelera de reciclaje del olvido.
Cualquiera, en la obsesión por legar algo a la “posteridad”, en la ceguera por dejar más que un epitafio en su lápida, es capaz (y está en su derecho) de escribir y publicar un libro, sea por excelencia, vanidad o estupidez. Bastará con unir una palabra a otra, armar frases y luego párrafos con cierto sentido o inteligencia, encargárselo a alguien que sepa maquetarlo y rascarse el bolsillo pagándole sus honorarios tras haber estampado una firma en la portada. Otra cosa será que el resultado merezca la pena o que alguien lo compre. La insensatez del ser humano le impide asumir que ya no quedan bosques en el mundo que den papel suficiente para tantos libros grises. Por desgracia o por suerte, ese gusanillo me picó también a mí, que pensaba que una publicación era algo bastante más serio. Y nadie crea que antes de planteármelo no jugara mi baza de respeto. Prejuicios, tal vez, me explicaron.
Por entonces, trabajaba en Granada y esperaba un destino en Almería. Había franqueado la frontera de los cuarenta años y había estado en contacto con el mundo editorial, pero ignoraba lo que era publicar y no tenía la intención de hacerlo. Sólo algunos amigos y familiares cercanos andaban al tanto de mis inclinaciones “literarias”. Yo consideraba la escritura como algo exclusivamente personal: una manera como cualquier otra de mantener un equilibrio (el artista es un enfermo que se cura a sí mismo), de echar remiendos a la vida, de distraerme o intentar manejar un poquito el universo. Hasta ese instante, esos escritos a los que muy pocos tenían acceso y, cómo no, algún cuento publicado en revistas de efímera vida, eran mi único bagaje como escritor, si es que el que publica algo merece este calificativo.
De todos es sabido que la idea original de De memoria, poco madurada en sus inicios, partió de un divertimiento o así nos pareció que debía ser. No hay diversión sin un punto de humor que flote de por medio. Evitamos con ello el riesgo de traspasar ciertos límites, en lo grave o en lo presuntuoso. Por entonces, este periódico se editaba en papel y era seguido por mucha gente de la calle que aguardaba cada miércoles para verse reflejada un poco en sus fotos antiguas o en sus distintas secciones. En el fondo, divulgaba parte de la pequeña historia del hogar, noticias que era preciso dar a luz ordenadamente para, si merecían la pena, poder después transmitirlas. No olvidemos que la desaparición de los diarios impresos está dando al traste con la pequeña historia cotidiana de numerosas ciudades de provincias, la que sirve de base a la historia común, reemplazada por blogs, webs, sitios y redes sociales algo más vertiginosos, coloreados y festivos, pero de una peligrosa virtualidad y no menor control soterrado. ¿Por qué no aprovecharlo para meter entre sus páginas esas aventuras infantiles de los años sesenta?
Semana a semana, me vi embarcado en una curiosa aventura. En primer lugar, la del regreso a mi infancia con sus luces y sus sombras. De ella, guardaba como un tesoro y a buen recaudo en mi cabeza recuerdos e imágenes cristalizadas gracias probablemente a que me marché del pueblo antes de que un lifting a contrapelo a base de hachazos postmodernos lo deformara. De aquel mueble del pasado, apenas atinaba a amontonar serrín y a pegar después con cola de mala calidad unas cuantas astillas. Renqueante y falseado en su restauración, fue lo que conservé conmigo como base de lo que serían los artículos, mi concepto del mundo y de la existencia ligada a él. En segundo lugar, la del reto incierto que suponía el proceso de creación y la disciplina semanal que en el fondo exigía: una larga serie, una especie de novela por entregas, con su principio y su final, una historia abierta con sus personajes de carne y hueso, su escenario real y su lógica temporal.
Ese recelo cesó en cuanto me puse a escribir. De repente, todo empezó a fluir con una naturalidad que me dejó asombrado: las anécdotas elegidas acudían con extraña espontaneidad y parecían inagotables. Cada miércoles aparecía de la nada un punto de anclaje o de inspiración en un detalle, en el cambio de estación, en una fiesta. Hice una lista. De dos posibles artículos, llegué a tener títulos para veintitantos. Redactaba textos fragmentados e inconexos que en cuestión de horas empezaban a tomar cuerpo y se adaptaban al espacio de la página periodística como un guante sin que yo tuviera la experiencia, como si manejara de toda la vida esa distancia corta de los buenos boxeadores. Eché mano del tópico que dice que lo importante es la primera frase y la redondez de la frase final. Lo demás es de relleno. Y eso fue lo que hice.
Mirando atrás, pude comprobar que esa idea un poco descabellada y repleta de historietas sin ilación, chilindrinas de viejo cebolleta, había fraguado durante todo un año en cincuenta y dos capítulos y una propuesta de publicación. Tendrían que pasar todavía unos meses de recopilación, reescritura, maquetación y paciencia hasta que De Memoria salió de imprenta, justo antes del verano. Entonces, lo palpé con mis dedos, con sus colores fucsia y gris, su estupenda foto de portada, sus aciertos y sus carencias. Lo abrí, lo (h)ojeé y lo olí. No podía creérmelo. No sentía orgullo, sino más bien alivio. Días, tardes y noches de garabateo a mano a ordenador, reflexión, búsqueda, trabajo y diversión andaban por allí encerrados. Pensé que su redacción me había servido de refugio ante una realidad poco sugestiva. Que mi inquietud hacia nuevas vías de expresión escrita había hecho posible que pudiera llegar a los demás sin dificultades. Que lo había conseguido con una prosa clara y ligera que le venía al dedo. Que así no frenaba en su lectura a todos aquellos a los que el libro iba dirigido y con los que se buscaba otra cosa que un humor cómplice: familia, amigos de la infancia, vecinos, gente mayor que veía esfumarse aventuras, rincones y mitología costumbrista en la niebla y el pozo del pasado. Y no me importaba que no figuraran en él otros diez capítulos que escribí después, tal vez mucho mejores, que mostraban algo más de madurez de la que carecieron los primeros y donde el estilo se acercaba más a mi propia concepción de la narración.
A su presentación, en el instituto Los Remedios, no asistió tanta gente como se esperaba porque tuvo lugar otro acto festivo al mismo tiempo. Había familiares y conocidos a los que no veía desde hacía años. Me sonaban sus caras. Me costaba ubicarlos. Les cambiaba el nombre. Los tenía casi olvidados, aunque ellos me confundían con un hermano o ya ni se acordaban de mí tampoco.
Durante el acto, leí algo sobre lo virtual del libro, sobre la fragilidad del recuerdo y la inseguridad que sentía cuando alguien me corregía y me obligaba a enderezar la memoria con datos o nombres contrahechos por ese niño de seis años y su mítica de la infancia, a veces a regañadientes. No hizo demasiado calor esa noche de junio y el coloquio posterior fue breve y agradable. La gente se acercaba después a charlar conmigo y me hacía las preguntas que por vergí¼enza no se atrevía a hacer en público, mostrando su interés y su afecto. Cuáles son tus preferidos, yo lo guardaré en la mesilla de noche como libro de cabecera, a mí me impresionaron los fuegos, el de la feria, el de los toros… Oía por unas bocas y otras. Todos salieron de mí, respondía, aunque le tengo un cariño especial a Instantáneas, a Partitura del Domingo o al de Hacia las Pitas… Para mí fue una gran fiesta que continuó después en la terraza del bar de mi hermano. Escenas así se repitieron más tarde en la presentación en Granada, en el instituto en el que daba clases. Salió una reseña en el Diario de Jerez y otra en el Diario de Cádiz. Y, posteriormente, una foto en el Ideal de Granada. A veces, solía comentar con cierta timidez en una tertulia que había publicado un libro. Otras, se acercaba alguien y me preguntaba si era yo el que lo había escrito o me lo tendía para que le estampara una dedicatoria. Yo procuraba que no se parecieran entre ellas. Pretendía que así el libro fuera especial para el que lo adquiría.
Mis recuerdos por escrito, con cierta poesía o con amargura y sin entrar a saco en lo que podía suponer el ajuste de cuentas que merecía la época (dejaremos eso para otros ámbitos como la novela o el cuento literario), volaron repartidos por librerías de media Andalucía y llegaron como por arte de magia a ser leídos en distintos lugares de España y fuera de ella. Y lo más sorprendente es que gente que nunca leyó un libro, empezó y terminó De memoria. Gente que jamás leyó un artículo de periódico que no fuera deportivo o del corazón, siguió la serie de principio a fin, comprándola, recortándola con su foto correspondiente y archivándola como un tesoro sin saber que más tarde la tendría en un ejemplar impreso. No podía haber mayor recompensa: haber logrado con palabras, líneas y frases que todos esos momentos pudieran decirme algo no solamente a mí como autor, sino al lector que se veía reflejados en ellos y los apreciaba emocionado o divertido.
Y ¿cambiarías algo? Pocos seres humanos echarían un vistazo a su pasado sin el deseo de borrar o cambiar algo en sus vidas. Lo escrito no se libra de ello. Siempre es corregible. El texto, para su autor susceptible de cambios, nunca permanece inalterable. Sigue vivo y llamando al autor inseguro y perfeccionista hasta el punto de convertirse en sufrimiento. Echando un vistazo por ejemplo a la dedicatoria inicial. Muchos se sorprendieron al verse ahí y otros lamentaron no encontrarse. Otros desaparecieron sin dejar rastro o fueron aparcados en el sendero traidor y olvidadizo de los años. Pero, bueno, ahí están y ahí se quedan como las numerosas imperfecciones estilísticas o de puntuación por las que no debo tampoco flagelarme. Al fin y al cabo, es una ópera prima, con sus virtudes y sus defectos y su ingenuidad y nunca renunciaré a ella en su conjunto.
En el epílogo de los libros, todo el mundo quiere saber en qué acaba la historia. La tierra vedada de la infancia, en su delicada seducción o en su espanto, medio arrinconada o no, es lo único que cuenta. La magia y la explicación de todo lo que seremos más tarde se encuentra en ella, porque el resto de la vida calcará demasiado a la de los demás y ninguna otra edad ulterior podrá colmar el vacío de su pérdida. La patria perdida de la que habló Rilke. Su perfil nos definirá a su antojo y viviremos esas otras edades añorándola, lamentándonos por ella o desmereciéndola. Incluso cuando seamos viejos, regresando a ella. Tras nuestras más profundas decisiones, plenitudes o carencias nunca dejará de perseverar en nosotros el niño que fuimos.
En cuanto a una posible secuela (qué fastidio de segundas partes), no creo que puedan darse nunca más las circunstancias ni el contexto que en su día concurrieron para ponerse a escribirla. Eso es todo. Gracias y hasta dentro de diez años, cuando el libro invisible de la memoria se haya quedado ya en casi nada: una botella con un pequeño mensaje cándido e infantil, extraviada y flotante, en el gigantesco océano de las letras.
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Manuel íngel Gómez
A diez años justos de distancia, intentaré escribir sobre aquello que representó para mí la gestación y posterior publicación de libro De memoria, hasta ahora mi único libro, a pesar de esa relajación obvia en los detalles que terminan acabando en la papelera de reciclaje del olvido.
Cualquiera, en la obsesión por legar algo a la “posteridad”, en la ceguera por dejar más que un epitafio en su lápida, es capaz (y está en su derecho) de escribir y publicar un libro, sea por excelencia, vanidad o estupidez. Bastará con unir una palabra a otra, armar frases y luego párrafos con cierto sentido o inteligencia, encargárselo a alguien que sepa maquetarlo y rascarse el bolsillo pagándole sus honorarios tras haber estampado una firma en la portada. Otra cosa será que el resultado merezca la pena o que alguien lo compre. La insensatez del ser humano le impide asumir que ya no quedan bosques en el mundo que den papel suficiente para tantos libros grises. Por desgracia o por suerte, ese gusanillo me picó también a mí, que pensaba que una publicación era algo bastante más serio. Y nadie crea que antes de planteármelo no jugara mi baza de respeto. Prejuicios, tal vez, me explicaron.
Por entonces, trabajaba en Granada y esperaba un destino en Almería. Había franqueado la frontera de los cuarenta años y había estado en contacto con el mundo editorial, pero ignoraba lo que era publicar y no tenía la intención de hacerlo. Sólo algunos amigos y familiares cercanos andaban al tanto de mis inclinaciones “literarias”. Yo consideraba la escritura como algo exclusivamente personal: una manera como cualquier otra de mantener un equilibrio (el artista es un enfermo que se cura a sí mismo), de echar remiendos a la vida, de distraerme o intentar manejar un poquito el universo. Hasta ese instante, esos escritos a los que muy pocos tenían acceso y, cómo no, algún cuento publicado en revistas de efímera vida, eran mi único bagaje como escritor, si es que el que publica algo merece este calificativo.
De todos es sabido que la idea original de De memoria, poco madurada en sus inicios, partió de un divertimiento o así nos pareció que debía ser. No hay diversión sin un punto de humor que flote de por medio. Evitamos con ello el riesgo de traspasar ciertos límites, en lo grave o en lo presuntuoso. Por entonces, este periódico se editaba en papel y era seguido por mucha gente de la calle que aguardaba cada miércoles para verse reflejada un poco en sus fotos antiguas o en sus distintas secciones. En el fondo, divulgaba parte de la pequeña historia del hogar, noticias que era preciso dar a luz ordenadamente para, si merecían la pena, poder después transmitirlas. No olvidemos que la desaparición de los diarios impresos está dando al traste con la pequeña historia cotidiana de numerosas ciudades de provincias, la que sirve de base a la historia común, reemplazada por blogs, webs, sitios y redes sociales algo más vertiginosos, coloreados y festivos, pero de una peligrosa virtualidad y no menor control soterrado. ¿Por qué no aprovecharlo para meter entre sus páginas esas aventuras infantiles de los años sesenta?
Semana a semana, me vi embarcado en una curiosa aventura. En primer lugar, la del regreso a mi infancia con sus luces y sus sombras. De ella, guardaba como un tesoro y a buen recaudo en mi cabeza recuerdos e imágenes cristalizadas gracias probablemente a que me marché del pueblo antes de que un lifting a contrapelo a base de hachazos postmodernos lo deformara. De aquel mueble del pasado, apenas atinaba a amontonar serrín y a pegar después con cola de mala calidad unas cuantas astillas. Renqueante y falseado en su restauración, fue lo que conservé conmigo como base de lo que serían los artículos, mi concepto del mundo y de la existencia ligada a él. En segundo lugar, la del reto incierto que suponía el proceso de creación y la disciplina semanal que en el fondo exigía: una larga serie, una especie de novela por entregas, con su principio y su final, una historia abierta con sus personajes de carne y hueso, su escenario real y su lógica temporal.
Ese recelo cesó en cuanto me puse a escribir. De repente, todo empezó a fluir con una naturalidad que me dejó asombrado: las anécdotas elegidas acudían con extraña espontaneidad y parecían inagotables. Cada miércoles aparecía de la nada un punto de anclaje o de inspiración en un detalle, en el cambio de estación, en una fiesta. Hice una lista. De dos posibles artículos, llegué a tener títulos para veintitantos. Redactaba textos fragmentados e inconexos que en cuestión de horas empezaban a tomar cuerpo y se adaptaban al espacio de la página periodística como un guante sin que yo tuviera la experiencia, como si manejara de toda la vida esa distancia corta de los buenos boxeadores. Eché mano del tópico que dice que lo importante es la primera frase y la redondez de la frase final. Lo demás es de relleno. Y eso fue lo que hice.
Mirando atrás, pude comprobar que esa idea un poco descabellada y repleta de historietas sin ilación, chilindrinas de viejo cebolleta, había fraguado durante todo un año en cincuenta y dos capítulos y una propuesta de publicación. Tendrían que pasar todavía unos meses de recopilación, reescritura, maquetación y paciencia hasta que De Memoria salió de imprenta, justo antes del verano. Entonces, lo palpé con mis dedos, con sus colores fucsia y gris, su estupenda foto de portada, sus aciertos y sus carencias. Lo abrí, lo (h)ojeé y lo olí. No podía creérmelo. No sentía orgullo, sino más bien alivio. Días, tardes y noches de garabateo a mano a ordenador, reflexión, búsqueda, trabajo y diversión andaban por allí encerrados. Pensé que su redacción me había servido de refugio ante una realidad poco sugestiva. Que mi inquietud hacia nuevas vías de expresión escrita había hecho posible que pudiera llegar a los demás sin dificultades. Que lo había conseguido con una prosa clara y ligera que le venía al dedo. Que así no frenaba en su lectura a todos aquellos a los que el libro iba dirigido y con los que se buscaba otra cosa que un humor cómplice: familia, amigos de la infancia, vecinos, gente mayor que veía esfumarse aventuras, rincones y mitología costumbrista en la niebla y el pozo del pasado. Y no me importaba que no figuraran en él otros diez capítulos que escribí después, tal vez mucho mejores, que mostraban algo más de madurez de la que carecieron los primeros y donde el estilo se acercaba más a mi propia concepción de la narración.
A su presentación, en el instituto Los Remedios, no asistió tanta gente como se esperaba porque tuvo lugar otro acto festivo al mismo tiempo. Había familiares y conocidos a los que no veía desde hacía años. Me sonaban sus caras. Me costaba ubicarlos. Les cambiaba el nombre. Los tenía casi olvidados, aunque ellos me confundían con un hermano o ya ni se acordaban de mí tampoco.
Durante el acto, leí algo sobre lo virtual del libro, sobre la fragilidad del recuerdo y la inseguridad que sentía cuando alguien me corregía y me obligaba a enderezar la memoria con datos o nombres contrahechos por ese niño de seis años y su mítica de la infancia, a veces a regañadientes. No hizo demasiado calor esa noche de junio y el coloquio posterior fue breve y agradable. La gente se acercaba después a charlar conmigo y me hacía las preguntas que por vergí¼enza no se atrevía a hacer en público, mostrando su interés y su afecto. Cuáles son tus preferidos, yo lo guardaré en la mesilla de noche como libro de cabecera, a mí me impresionaron los fuegos, el de la feria, el de los toros… Oía por unas bocas y otras. Todos salieron de mí, respondía, aunque le tengo un cariño especial a Instantáneas, a Partitura del Domingo o al de Hacia las Pitas… Para mí fue una gran fiesta que continuó después en la terraza del bar de mi hermano. Escenas así se repitieron más tarde en la presentación en Granada, en el instituto en el que daba clases. Salió una reseña en el Diario de Jerez y otra en el Diario de Cádiz. Y, posteriormente, una foto en el Ideal de Granada. A veces, solía comentar con cierta timidez en una tertulia que había publicado un libro. Otras, se acercaba alguien y me preguntaba si era yo el que lo había escrito o me lo tendía para que le estampara una dedicatoria. Yo procuraba que no se parecieran entre ellas. Pretendía que así el libro fuera especial para el que lo adquiría.
Mis recuerdos por escrito, con cierta poesía o con amargura y sin entrar a saco en lo que podía suponer el ajuste de cuentas que merecía la época (dejaremos eso para otros ámbitos como la novela o el cuento literario), volaron repartidos por librerías de media Andalucía y llegaron como por arte de magia a ser leídos en distintos lugares de España y fuera de ella. Y lo más sorprendente es que gente que nunca leyó un libro, empezó y terminó De memoria. Gente que jamás leyó un artículo de periódico que no fuera deportivo o del corazón, siguió la serie de principio a fin, comprándola, recortándola con su foto correspondiente y archivándola como un tesoro sin saber que más tarde la tendría en un ejemplar impreso. No podía haber mayor recompensa: haber logrado con palabras, líneas y frases que todos esos momentos pudieran decirme algo no solamente a mí como autor, sino al lector que se veía reflejados en ellos y los apreciaba emocionado o divertido.
Y ¿cambiarías algo? Pocos seres humanos echarían un vistazo a su pasado sin el deseo de borrar o cambiar algo en sus vidas. Lo escrito no se libra de ello. Siempre es corregible. El texto, para su autor susceptible de cambios, nunca permanece inalterable. Sigue vivo y llamando al autor inseguro y perfeccionista hasta el punto de convertirse en sufrimiento. Echando un vistazo por ejemplo a la dedicatoria inicial. Muchos se sorprendieron al verse ahí y otros lamentaron no encontrarse. Otros desaparecieron sin dejar rastro o fueron aparcados en el sendero traidor y olvidadizo de los años. Pero, bueno, ahí están y ahí se quedan como las numerosas imperfecciones estilísticas o de puntuación por las que no debo tampoco flagelarme. Al fin y al cabo, es una ópera prima, con sus virtudes y sus defectos y su ingenuidad y nunca renunciaré a ella en su conjunto.
En el epílogo de los libros, todo el mundo quiere saber en qué acaba la historia. La tierra vedada de la infancia, en su delicada seducción o en su espanto, medio arrinconada o no, es lo único que cuenta. La magia y la explicación de todo lo que seremos más tarde se encuentra en ella, porque el resto de la vida calcará demasiado a la de los demás y ninguna otra edad ulterior podrá colmar el vacío de su pérdida. La patria perdida de la que habló Rilke. Su perfil nos definirá a su antojo y viviremos esas otras edades añorándola, lamentándonos por ella o desmereciéndola. Incluso cuando seamos viejos, regresando a ella. Tras nuestras más profundas decisiones, plenitudes o carencias nunca dejará de perseverar en nosotros el niño que fuimos.
En cuanto a una posible secuela (qué fastidio de segundas partes), no creo que puedan darse nunca más las circunstancias ni el contexto que en su día concurrieron para ponerse a escribirla. Eso es todo. Gracias y hasta dentro de diez años, cuando el libro invisible de la memoria se haya quedado ya en casi nada: una botella con un pequeño mensaje cándido e infantil, extraviada y flotante, en el gigantesco océano de las letras.
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